Friday, November 04, 2005
pentagoneando
A una hora indeterminada, cuando la luz aún es blanca, salgo para Shinjuku sin un objetivo concreto. Las bicicletas mueren entre las hojas, si te preguntas dónde está las rueda es que no conoces a esas traidoras, desaparecen en cuanto se huelen problemas.




El viaje es indoloro. Un tren inusualmente vacío y rápido me deja en Shibuya en 20 minutos. Diez minutos más y estoy en Shinjuku.

Nada más bajar me cruzo con el poster de la nueva película de Takeshi Kitano . Ahora mismo estoy escuchando la banda sonora y tengo tantas ganas de verla que es posible que pague los dolorosos mil y pico yen que vale verla.
Por supuesto no me enteraré de nada.




Nada más salir de la estación la calle empieza a palpitar. Los edificios ultramodernos se clavan en el cielo, surgen del entramado pulsátil del organismo industrial desnudo. Tokio es una bestia mecánica y sus entrañas están al descubierto en todos los rincones. No importa donde vayas, o lo moderna que sea la zona, venas eléctricas lo recorren todo.




En una calle diminuta, serpenteando entre la tecnología y el almuerzo, una puerta recorta el azul, unas escaleras estrechas y poco iluminadas desciende más allá de lo que puedo distinguir.
Dentro, todo es azul. El eco de una música extraña, oída en sueños de cafeterías bombardeadas me arrebata. Al regresar tengo un anillo en el anular de mi mano derecha. No tengo idea de qué significan las inscripciones que lo marcan.




Y hay un gato chiquinino que no me mira ni nada, pero me lo llevaría a casa ahora mismo.




Me pierdo entre las calles, dispuesto a describir un pentágono con la intuición de la mosca. Paso delante de todo tipo de tiendas, sobre todo restaurantes, es increíble la cantidad de lugares consagrados a la comida que hay en esta ciudad. Me alejo conscientemente del área dedicada al porno de Shinjuku y del área dedicada a la electrónica y a las freakadas. La idea es regresar al punto de partida y de ahí a gastar los puntos que tengo en mi tarjeta de Yodobashi Camera en unos auriculares, juguetes para Ruth y un controlador para el portátil. Este país es un centro comercial gigantesco en el que la gente suple el cariño con el consumo frenético de objetos.

Por el camino hago fotos idiotas, me encantan los edificios de Tokio porque son todos distintos. Y en general pequeños.




Y los cochambrosos y los nuevos están al lado los unos de los otros,




Y en general hago fotos de mierda a edificios de mierda.




Doy con lugares extraños, refugios extraviados para objetos viejos,




edificios redondos sin puntos de entrada,




inevitable pensar qué coño encierran dentro, inevitable intentar colarme dentro.



Deambulando por la zona de oficinas masivas doy con lo más cercano que he visto hasta ahora a los sentimientos humanos.



Y el día se muere mientras la intuición me lleva al último vértice del pentágono, la inexplicable tristeza de la tarde, odio el atardecer, odio el intermedio, el preámbulo… ¿por qué? Y yo qué sé.




En la zona freak cumplo lo planeado, mientras espero para entregar mi tarjeta y llevarme un montón de cajas de juguetes (chibi, mononofu, otoko no tanoshi…) veo algo profundamente pertubador,




Cargado de bolsas abandono Shinjuku




Y me voy a Harajuku antes de volver a casa, pero lo de Harajuku ya lo contaré otro día, que hoy ya paso de seguir con el peñazo este.